3.30.2007

Notas y reseñas

Entrevista a la Dra. Diana Lenton. Suplemento de investigación “El Observador”, Perfil, Domingo 11 de febrero de 2007.
Siempre hemos tenido un enemigo interno de turno
La joven antropóloga social investigó los campos de concentración y las torturas en la Campaña del Desierto del siglo XIX, y los vincula con el terrorismo de Estado de los 70. Analiza el rechazo a lo diferente y los riesgos de una sociedad basada en el terror. La académica habla de los "desaparecidos" de Roca.
Por Ximena Pascutti - 11.02.2007
-¿Qué lugar ha tenido la tortura en la constitución del Estado argentino?
-La tortura es un elemento más de la imposición de un régimen de destrucción de la cultura. Se ve claramente que la historia de la política indígena argentina, si la tomamos como un proceso de larga duración, es ante todo un plan genocida, más allá de momentos de buena voluntad. Hay documentación y denuncias de época que hablan de torturas en tiempos de la Campaña del Desierto de 1879 o un poco antes. Durante el roquismo había protestas permanentes contra los abusos realizados por parte de los soldados en campaña. Como se lee en el Martín Fierro, una forma de la tortura era el uso de los cepos. Aun hoy, en la memoria histórica de las comunidades originarias se cuenta cómo a los prisioneros los desgarronaban para que murieran desangrados, y hasta se dice que los castraban. Las mujeres eran violadas sistemáticamente. Los genitales fueron usados en toda época como botín de guerra.
-¿Es aplicable la noción de genocidio en la Campaña del Desierto?
-Hay investigadores que separan el etnocidio del genocidio. Es decir, diferencian el ataque con intención de destruir las culturas, de la destrucción física de la gente. Para mí van juntos: el daño y la desestructuración que provoca en un pueblo un ataque en su población repercute en las posibilidades de transmitir su cultura. En nuestro caso, hasta Darwin se escandalizó. En "Viajes de un naturalista por el Plata", cuenta que los soldados de Rosas mataban sistemáticamente a las mujeres pampas o ranqueles menores de 20 años porque "tenían muchos hijos". Para Darwin la extinción de los pampas no era consecuencia de la selección natural, sino de la acción del gobierno. También hay documentos que hablan de gente que en 1879 era llevada a campos de concentración. Junto con la acción militar de vaciamiento de la tierra, hubo otras acciones que tendían a la eliminación global de la gente.
-¿Como los posteriores centros clandestinos de detención?
-Este tema lo investigó el antropólogo argentino Walter Delrío. El cree que existió un plan militar concreto de encerrar a muchos sobrevivientes en la zona de Valcheta. Parece que fueron lugares de concentración con alambres de púas de tres metros, con gente muriendo de hambre. Eso se lee en las memorias de colonos galeses como Evans. Fueron miles de personas, pero no tenemos el número exacto. Tras ser atacadas algunas poblaciones, se las obligaba a ir a pie a Junín de los Andes o Bahía Blanca, y muchos morían en esas larguísimas marchas. A los que iban quedando por el camino, los mataban. A muchos los encarcelaban en la isla Martín García. Se dice que por allí pasaron entre 10 y 20 mil personas. Hubo que habilitar dos cementerios especiales en 1879. Otros eran alojados en los cuarteles de Retiro o Miserere en la Capital Federal; esto provocó la reacción de la prensa y de la gente "consciente" que se escandalizaba por esta muestra de barbarie dentro de la capital civilizada.
-¿Cuál era el objetivo de concentrarlos o trasladarlos?
-Creo que no hubo una política integral, al menos a fines del XIX. Fue una cosa espasmódica, según quien decidiera. Cuando el general Villegas capturó al cacique Pincén, que era todo un objetivo, Roca insistió en que lo enviara a Buenos Aires para dar un escarmiento a los que quisieran resistir en la Patagonia. Villegas, en cambio, quería tenerlo a mano para que los indígenas no le armaran una rebelión. Desde Buenos Aires se veía más útil el vaciamiento, desarticular las lealtades. Es llamativo cómo se repite en los telegramas de Roca eso de que hay que escarmentar, llevarse a la gente y que sus familiares no sepan adónde.
-¿Un antecedente de las desapariciones sistemáticas de fines del siglo XX?
-Y sí, es difícil no asociar con los desaparecidos. ¿Por qué no hubo en ambas épocas ejecuciones públicas aleccionadoras? ¿Tal vez porque el Estado no tenía legitimidad suficiente para hacer al menos un juicio militar? En 1882, Estanislao Zeballos pedía juicios sumarios a los araucanos, bandoleros según él, para que se los fusilara. Pero el Ejército los desaparecía. Zeballos, a pesar de lo terrible de su propuesta, pedía cierta legitimidad, que se supiera que a la gente se la fusilaba. Quedó en actas: Roca prefería la desaparición.
-¿Qué efecto tenía esto sobre la población?
-El efecto buscado es el mismo que décadas más tarde. Alimentar una sociedad basada en el terror. Por eso, el genocidio no debe considerarse un problema de los pueblos originarios ni de los militantes de los 70, sino de una sociedad constituida como parte de un Estado terrorista. Ese proceso lo inició esa generación del 80, al disminuir las legitimidades y no escuchar a los sectores que se oponían a los excesos. Fue una elección política. El Ejército podía hacer lo que quisiera con los opositores, en este caso los pueblos originarios, como después ocurrió con los militantes: violar a las mujeres, llevarse a sus hijos. Cuando Roca propuso repetir la experiencia de la campaña en el Chaco en 1884, Aristóbulo del Valle, representando a la oposición legislativa, se negó. Y no eran pocos los que fuera del Congreso Nacional tampoco quisieron. Ya decían que en la campaña a la Patagonia se habían violado todas las "leyes de la civilización. Hay una autocrítica muy importante de Aristóbulo del Valle que dijo: "Hemos reinsertado la esclavitud, la trata de blancas. Hemos convertido a las mujeres, los ancianos y los niños en botín de guerra... todo lo que no queríamos para nuestra sociedad".
-Salvando las diferencias, ¿no sucede algo parecido ahora? Aunque la Argentina adhiere a convenios internacionales, en comisarías y penales se siguen usando la picana y otros métodos de tortura, según el último informe anual de la Procuración Penitenciaria de la Nación.
-Lo importante es la conciencia. Ciertos movimientos de derecha buscan reinstalar estas cosas cuando no hay conciencia del otro lado. Como investigadores tenemos que preguntarnos eso: ¿por qué, si en todas las épocas había gente crítica, sucedieron estas cosas? En épocas críticas, en la clase política muchos hacen la vista gorda, sobre todo cuando empiezan a repartirse los premios. Mitre tenía editoriales en el diario La Nación donde acusaba al gobierno de Roca de estar cometiendo crímenes "de lesa humanidad" contra los ranqueles. Así, textual, en 1878. Luego del reparto de tierras pasaron a ser aliados políticos y nunca más una crítica.
-¿Habrá ocurrido, como muchos dijeron luego de los 70, que no se sabía lo que estaba pasando?
-No. La sociedad de fines del siglo XIX estaba denunciando crímenes de lesa humanidad. En la Cámara de Diputados hubo debates sobre el proceder de la Sociedad de Beneficencia, que se apropiaba de los chicos y se los regalaba a otras familias, como sucedió también en la última dictadura. En la Argentina todo se repite. Lo que pasó en los 70 no es nuevo, tal vez haya tenido otra extensión y otro impacto sobre las clases medias e intelectuales. Lo peligroso, en toda época, es que esas clases dominantes instalen sus intereses particulares como generales. Presentar la Campaña del Desierto como una epopeya, como algo que estuvo bien porque si no "la Patagonia se la quedaban los chilenos" o porque "no había otra manera que asesinando". No sabemos qué hubiera ocurrido sin la Campaña del Desierto. Pero sabemos que fue una guerra contra la sociedad civil, no contra un agresor externo.
-Otra coincidencia con la última dictadura.
-Desde hace ciento cincuenta años hemos tenido siempre un enemigo interno de turno: los indios, los federales o los unitarios, los caudillos y los vagos de la pampa, la barbarie, los cabecitas negras, los de pelo largo, los villeros, y un discurso de la seguridad que promete acabar con el problema acabando con el enemigo. El Estado se va configurando en esa guerra permanente hacia adentro. Una característica de los regímenes de terror es la definición previa de un grupo que será perseguido, como enemigo no ya del sistema político sino de la humanidad o la civilización. En ese trabajo de definición, que generalmente va contra la experiencia histórica y el mismo sentido común de los contemporáneos, creo que está la raíz del genocidio que viene después.
-¿Cómo operaron más tarde los mecanismos violentos aprendidos en esa época?
-En las comunidades aborígenes, la herencia es el silencio. Tal vez ocurre en el resto de la sociedad, no aborigen, que ha sufrido los efectos del terror. Muchas familias no quisieron transmitir a sus hijos sus historias sobre torturas, violaciones y desarraigo. Hay gente que sospecha que es descendiente de indígenas, pero no puede reconstruir el camino. A muchos chicos los regalaban, los bautizaban y les cambiaban el nombre. No saben a qué familia o linaje pertenecían sus abuelos o bisabuelos, ni a qué zona. Los repartían en Buenos Aires, pero podían ser de la Patagonia o del Chaco.
-¿Nos define como argentinos cierta indiferencia ante los avances estatales sobre la libertad del ciudadano, su voluntad o su cuerpo?
-Lo tenemos bastante naturalizado. Hay una predisposición a aceptar que el que manda puede hacer lo que quiera, y que eso es bueno para la conservación de intereses supuestamente comunes. Es falta de conciencia ciudadana en relación con los derechos, y creo que en esto están en deuda los partidos políticos. Una de sus tareas debería ser la educación para la convivencia y para las garantías. Ahora esperamos que el Estado nos de todo, o que se reforme a sí mismo. Nos falta debate público en serio, y también entre los académicos. La pregunta es cómo hacemos para que no se repita el horror.
-¿Cómo hacemos?
-Hay que cambiar el juego político. Veo un cambio en la gente joven, una voluntad importante, que es muy esperanzadora. Pienso que estas cuestiones políticas no se dan de manera aislada, sino que tienen raíces en otras formas de autoridad que están fuera de la política, en la organización familiar, escolar o empresarial. Si esa autoridad comienza a cambiar en otros rubros, tal vez pueda cambiar en la política.
-¿En un siglo?
-Tal vez un poco más.
Prácticas de ayer y de hoy
-En 2006, la Comisión Provincial por la Memoria relevó al menos dos usos de picana eléctrica en penales y comisarías bonaerenses, cinco casos de tratos crueles inhumanos y degradantes y 21 torturas. Y ahora sucede lo de Gerez.
-Hay sectores que deberían poder cambiar... ¿Cómo puede ser que el Estado no pueda frenar estos secuestros últimos antes de que ocurran? ¿Nadie sabe ni vio nada? Creo que no se ha visto hasta ahora una intención real de desarticular estos grupos enquistados. No puedo creer que sean tan invisibles para el Gobierno. Lo que más asusta es que están naturalizadas estas prácticas, y siguen presentes en las instituciones que deberían resguardar la legitimidad del Estado.
-¿Qué define al receptor de esas agresiones?
-Cuando hay momentos de excepción se recorta a los otros como diferentes. Es una tendencia que sigue existiendo. Y que ha sucedido en diferentes momentos históricos, no sólo en 1880. Cuando se estaba interpelando a los ministros de Hipólito Yrigoyen por la Semana Trágica, algunos de ellos se justificaban: "Y bueno, las víctimas tenían apellidos judíos". Al estar señalados como diferentes, sus derechos están amenguados en el imaginario común. Ese es uno de los elementos que contribuyen, por ejemplo, a que no se pueda terminar de armar una política de pueblos originarios. Es la tensión entre los derechos y garantías comunes y los derechos específicos que les corresponden como originarios, pero también cómo juega la especificidad en el imaginario político, más para amenguar derechos que para reconocérselos. Los dirigentes de estos pueblos originarios son personas que pueden vivir en las ciudades y tener una vida al estilo globalizado, sin embargo esto no impide que puedan ser dirigentes muy concientizados y con clara identidad. Pero nunca falta quien les niega su esencia. Como si les dijeran: "Vos no sos auténtico porque no usás vincha". El Estado argentino y la sociedad que representa se arroga la autoridad para decir quién es auténtico y quién no. En esto consiste la hegemonía. En esta carrera, hay argentinos que nunca llegan a tener derechos.El temor a la diferencia
-Usted vincula el roquismo con la última dictadura, como dos épocas que están conectadas. ¿Qué las gestó?
-En un origen, el cóctel del pensamiento colonial. Las ideas de la superioridad de un grupo racial sobre otro, al combinarse con la justificación de un darwinismo leído en clave racista eclosionan en 1880, en plena constitución de los Estados-Nación. Son naciones que buscando parecerse a Europa, o a lo que creen que es Europa, se forman con estas normas de homogeneización absolutas y con una autoridad muy férrea. Prima la idea de que un Estado fuerte es un Estado totalitario. Las nociones de igualdad, con las cuales se había desarrollado la Revolución de Mayo, desaparecen. El principio de autoridad vertical pasa a ser mucho más importante que la igualdad, la solidaridad interna, o las utopías de la Revolución Francesa.
-¿Considera que son ciclos de la historia que se pueden volver a repetir?
-La condición para que no se repitan es la educación cívica en su mejor sentido. La memoria, el no olvidar lo que pasó. Y para eso, primero es necesario aprenderlo, que las generaciones que vienen lo sepan. Empezar a decir la verdad aunque no nos guste. Y trabajar para cambiar las relaciones al interior de nuestras sociedades. Abandonar el miedo y enfrentar a los que se benefician con eso. Tomar conciencia de que no es ese discurso de la seguridad que nos venden algunos medios el que nos protege. Al contrario, nos pone en riesgo al pretender poner la militarización como "interés general" por sobre el ejercicio de los derechos. Y en términos más específicos, habrá que educar al soberano para que tome conciencia de la heterogeneidad cultural que está en la raíz de nuestro país y desechar el temor a la diferencia.

Historias de vida.
Archivos del Sur, Subcomisión de la Biblioteca popular Osvaldo Bayer

Un grupo independiente de investigadores por la memoria, pertenecientes a la Biblioteca Osvaldo Bayer, ha emprendido la tarea de recuperar “la experiencia de vida de las familias que se asentaron en el área del lago Tarful, Villa la Angostura y Cuyin Manzano entre fines de 1800 y principios de 1900, sentando las bases productivas y sociales del eje Traful- Cuyín- Manzano Villa La Angostura (…) período identificado como fundacional tras la última campaña militar ‘al desierto’ y avanzando hacia el pasado reciente”. Su objetivo es construir el pasado regional a través de las narraciones de los sectores populares subalternos en contraposición a la historia de “panteón” oficial, en la que estos grupos no tienen cabida y han sido silenciados.
Las primeras cuatro publicaciones narran las historias de Coti Carmoney, nacida y criada en Selvana (campo cercano al Messidor en Villa La Angostura), Adolfo Quintriqueo (nacido en isla Victoria y criado en Cuyín Manzano), Marisa Elsa Cárdenas y José Elgueta (Nacido en Chiloé y primeros pobladores de Villa La Angostura) y la familia Quintupuray (cabezera norte del lado Correntoso). En estos libritos de hechura sencilla y vistosa, se transcriben de forma directa las entrevistas, matizadas con fotos del protagonista, su familia y el paraje. Las notas aclaratorias sirven al lector de guía por parajes que no conoce o nombres que no aparecen en los libros de historia. Las entrevistas están divididas con subtítulos que nos introducen en cada tema que el entrevistado va desarrollando, pero es el protagonista quien nos habla directamente y nos cuenta su historia y su experiencia de vida.
Resumimos brevemente un caso, el primer libro de la serie. Coty Carmoney nos cuenta el origen chileno de su familia, la vida en el campo y las anécdotas risueñas y dolorosas de su infancia, sus vivencias en aquellas escuelas de frontera en la que se recitaba de memoria poesías a la Patria, que recuerda vivamente. Después se remonta a los primeros tiempos de la Villa, el trabajo arduo del campo, la siembra y el ganado, en medio “de la nada”. Su memoria repasa a esos primeros pobladores: los Quintana, los Antrinao, Los Ruiz, los Cárdenas, los Marimón y las familias “ilustres” que llegaron después: Bustillo, Ragh, Meier, Lynch, Luhrs, Barría, Murer, Hensel, etc. Hasta allí la vida dura del campo parece desarrollarse en función de la población de ese paraje tranquilo, pero el relato de la irrupción de Gendarmería, Parques Nacionales y la policía fronteriza, tiñe de dramatismo la narración y quiebra para siempre la vida de estos pobladores, que ya había sufrido la violencia de las campañas militares. La expulsión, el desalojo, el maltrato, la pobreza y la lucha por la tierra serán la constante de allí en delante de estas familias.